Oda en prosa a un corazón indestructible | Abraham Miguel



Abraham Miguel

Percy tenía días de haberse ido. Impetuoso, rebelde, aventurero, joven eterno, había tomado su pequeño barco y zarpó en compañía de un amigo. Esa era idea de Byron, Mary lo sabía. A veces, en la soledad de su habitación, reflexionaba sobre la influencia de ese hombre “loco, malo y peligroso de conocer”. Su marido se transformaba cuando estaba junto a él. ¿O revelaba, ya más en confianza, quién era? Quizás el verdadero amor de Percy era aquel y no ella. Porque tanta pasión, tanto viaje y atrevimiento quedaban atrás. Los días recorriendo Europa, cargando los libros de sus padres, sin un penique, en compañía de Claire, soportando sus comentarios, escribiendo ideas, poesía, en pedazos de papel, ya eran meros recuerdos que se fatigaban con lo que ocurría a diario. Percy se iba de casa sin avisar, peleaban. Él amenazaba con dejarla. Ella respondía que lo hiciera. Sí, ya eran un amor que se vivía mejor en la memoria y en los escándalos que la gente había creado.

Sin embargo, Percy tenía días de haberse ido y Mary estaba preocupada por él. Sentimientos de mujer enamorada o de mujer tonta. Trataba de concentrarse en escribir. Si antes era una delicia ahora era casi una obligación. Necesitaban dinero y había un hijo que mantener. Podía escribir de todo: biografías, artículos, reseñas y, en el tiempo libre, seguir con alguna novela (le gustaría tener el ímpetu de cuando escribió El moderno prometeo, qué joven era en ese entonces). Pero saber que Percy no regresaba la tenía muy angustiada. Algo sucedía en el ambiente. Llovía con intensidad. Los vientos a través de las ventanas en esa casa italiana daban la sospecha de que las brujas viajaban en él. Y un presentimiento no la dejaba en paz. Algo azotaba su corazón. ¿Por qué él tenía que comportarse como un estúpido adolescente?

Días después, en una carta de Byron, Mary se enteró de la verdad: no se sabía nada de Percy.

¿Ahora sí me habrá abandonado para siempre?, pensó Mary cuando leyó la carta y se la colocó en el pecho. La guardó en el cajón izquierdo del escritorio que conservaría toda la vida.

El destino todo lo pone en su lugar. Y revela los secretos. A los pocos días de tanta angustia, en la playa de Viareggio, a varios kilómetros de donde zarpó en ese barco que él mismo había llamado “Ariel”, encontraron dos cuerpos desmembrados por el agua. Hombres cercanos a los treinta. Supieron que uno era el poeta porque llevaba su libro favorito en una de las bolsas de los pantalones: Poemas de Keats.

Percy, tan aventurero en la vida y en los versos, nunca aprendió a nadar. Mary creyó volverse loca. Tal vez sí lo hizo. Nunca volvió a ser la misma. Los amigos de la pareja decidieron incinerarlo en la orilla de la playa. Qué mejor muerte para el poeta que no creía en Dios, sino en la naturaleza. Byron llegó, Trelawny también. Mary decidió no asistir. No servía de nada. Él ya no existía.

Arreglaron una pira, cual héroe griego, colocaron el cuerpo y le prendieron fuego. Las personas que asistieron a esa ceremonia observaban las llamas elevándose en el cielo gris decorado con los rayos naranjas de esa tarde. El sonido de las olas del mar se fundió con el pequeño incendio y fue la música de ese momento. Byron observó con lágrimas en los ojos. No entendió nunca cómo el hombre tan mágico que había sido Percy se desintegraba frente a él. Se desnudó, ante los ojos de todos, y se lanzó a nadar. Nada mejor que sumergir la furia en el mar. Quería sentir lo que Percy había sentido.

Algo extraño sucedía. Las llamas consumían el cuerpo. Los brazos y los pies se hacían cenizas. La cabeza amenazaba con desaparecer. Pero el torso guardaba, protegía algo. Las costillas ya habían cedido al fuego y ahí, expuesto, estaba el corazón de Percy. En medio de ese incendio, su pecho, tantas veces expuesto por la camisa abierta como síntoma de alma liberada, sin opresiones, ahora mostraba el tesoro escondido. ¡Por eso escribió esos versos! ¡Por eso su poesía dominó las fuerzas de las montañas y de los ríos! Tenía un corazón de plata.

Fue Trelawny, que a nuestros días llega olvidado, apenas un fantasma, quien con la tristeza combinaba con furia, se adentró en las llamas, arriesgó su mano, la quemó un poco, y sacó de un tirón ese corazón que no lograba extinguirse. Era grande. Y parecía estar rodeado de cristales. ¿Un corazón enfermo o un corazón divino e indestructible?

Misterios del poeta de esa Nueva Sensibilidad. Percy era distinto a todos.

Una mañana, después del funeral, Trelawny visitó a una envejecida Mary. El dolor había exterminado la frágil vitalidad que guardaba. Para consolarla, le entregó el regalo envuelto en un pañuelo. Ella lo tomó y otra vez se lo llevó al pecho, como cuando recibió esa carta de Byron confirmándole que la tragedia de la vida era inevitable.

Mary regresó a sus libros, a sus dudas, a su hijo, a sus necesidades, a sus cuentas por pagar y a una melancolía que no la abandonó nunca.

Cuando llegó el día de su muerte, después de años difíciles, de más ilusiones destruidas, de consuelos en la página, de dolores de cabeza infinitos, de sudores nocturnos y pesadillas, su hijo Percy fue al escritorio de Mary y abrió el cajón izquierdo. Siempre se preguntó de dónde su madre sacaba las fuerzas para resistir los días. Notas, cartas, poemas, un manuscrito manchado de tinta y un bulto de tela. Lo tomó, y al abrirlo, descubrió la fuente de esa fuerza: el recuerdo de una pasión que cambió la historia del mundo. 

Ahí estaban los restos del corazón de su padre.

Abraham Miguel es narrador, ensayista y profesor de literatura.


Comentarios

  1. Un corazón agua; al mismo tiempo, piedra que rebota contra el agua. Dibuja -¿o desdibuja?- "recuerdos fatigados por lo que ocurre a diario" en la profundidades, en la superficie de la piel, de los caracteres, de las páginas. Entre más apasionadas, más espirituales, como este cuento.

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