Y si no sintiéramos nada | Itzel Espinosa

Por Itzel Espinosa


He encontrado algo interesante, tan solo una pregunta abandonada en el aire que nadie se atrevió a contestar. Tan solo conozco una forma de responder, pero sería poner más trampas mortíferas de las que ya he puesto. Ellos son interesantes, nombrando mis trampas mortales como "amor".

 

Hace una década pertenecí a un joven en tiempos de guerra. La última vez que estuve con él estaba llorando por su amada, se aferraba a las cartas que había recibido en los últimos meses, anhelando poder llegar a casa a salvo y que la paz reinara en el mundo. Las guardaba contra su pecho cerca de mí para protegerlas y al mismo tiempo, arriesgándolas a perderse para siempre. Tenía tanta motivación que no parecía cansado cuando terminó su servicio. Le dijeron que podía regresar a casa y entusiasmado le susurré la emoción de volver a su hogar, a su familia, que no era más familia que la mujer a quien amaba. Al bajar del tren y pisar su tierra, apretó contra mí las palabras de su amor. Nunca había visto tanta emoción en su rostro. No esperó a que las personas le abrieran paso, desconociéndolas a todas las hizo a un lado. Yo sólo podía luchar por mantenerlo de pie cuando alguien se atravesaba o recobrar el susto después de tropezarse con sus propias piernas. Bombeaba sangre con gran fuerza que podría jurar que me terminaría sacando por su garganta. No reconocíamos nada y la razón trataba de hacerme ver que algo andaba mal. "No debe ser nada, seguramente se mudaron aquí para refugiarse", recuerdo haberle dicho. Ya no se encontraba aquella banca donde le dejó besar su vida por vez primera, el árbol donde habían encerrado sus nombres un corazón como yo, no crecía más y un niño columpiaba sus piernas como asiento. La gente no era bronceada como en sus recuerdos, sus pieles nunca conocieron el sol o la suave caricia de las manos del océano vecino. No había más del rastro de su pasado, aquel que juró preservar. El pasado no podía cambiarlo, lo que importaba era que él viera a su esposa. Tantas horas pasó en las trincheras, que en las noches no paraba de recordarle lo hermosa que era, su pelo rizado cual enredadera, la tierra contenida en sus ojos y aquel desierto que besó al despedirse. Su rostro era el más hermoso del pueblo y la reconocería si estuviera de espaldas a él, en medio de la multitud. Llegó con prisa a la puerta, tocando como loco borracho, guardando silencio a la melodiosa voz que habría de responder. Pero abrió un ser extraño que no respondía al nombre de su amada. Explicó algo que la razón entendió, pero yo no, aturdido y desenfrenado se alejó el joven del extraño. Traté de callar lo que la razón explicaba, no cabía en mí la posibilidad de respirar un aire sin ella. Hecho una furia rompí lo que había al rededor, reclamando a las paredes de mi prisión, gritando su nombre, implorándole que volviera. "Amor mío, he vuelto a casa, he vuelto a ti como he jurado y ya nada en el mundo podrá separarnos." Pero no tuve más esperanza que darle, tan solo las cartas podían recordarle su amor a él. Aquellas risas en la memoria se volvieron fuertes llantos, así me despedí de él. Ya no fui más su corazón, pues me detestaba por seguir aferrado a tiernos sentimientos, por no haber escuchado la razón y haber renunciado a despertar con suaves caricias a su hermosa musa por probar ser hombre. No tuvo la intención de leer las cartas nuevamente, arrugadas con el temor de que sus letras escaparan igual que ella, pero quiso deshacerse de ellas. El joven con lágrimas en los ojos no se arrepintió del amor que de mí salió un día, por el contrario, sintió la fuerza de volver a pasar aquel dolor toda su vida, con tan solo sostener la mano de su amada.

 

Aquel joven no fue el primero en afrontar mis trampas, y no va a ser el único. Los humanos han protagonizado este cuento por milenios y aún no entienden mi objetivo. Se avientan al vacío sin paracaídas ni arpones con que sujetarse, llevándome hasta el golpe con ellos. Me alocan, insultan y abrazan. Son tan hipócritas que, al hacerlo, lo llaman "madurar". No entiendo de qué va ese juego, en definitiva, es de sus jugadas que menos deseo.

 

 

Los niños son felices a mi lado. Sin saber de la tristeza, todo es diversión y risas para ellos. Siempre y cuando no pierdan de vista a sus padres, pues si entran a la tierra de la confusión, no harían más que recolectar palitos para encender una fogata y aprender a vivir. El peor miedo que les pueden dar es el de sentirse perdidos, buscando entre la gente a sus compañeros de juego de por vida, llamándolos por toda la tierra que llaman "tienda", confundiéndolos al creer que una señora tiene el mismo abrigo que su madre, que un señor es igual de calvo que su padre. Sólo en ese momento sienten el verdadero terror, sin poder recurrir a ningún juego, y como si hubieran trabado la entrada a la imaginación, obligándolos a ver la realidad. Es cruel perderse, recorrer aquel laberinto, tratando de recordar el camino de vuelta, encontrando sus mejillas húmedas, la vista borrosa, sintiéndose inútiles, desamparados, abrumados. Sin esperanza de volver a sentir la felicidad hasta que los encuentran, tomándolos de la mano y mirándolos con ternura. Aquello que se les hizo eterno, ver su corta vida pasar por sus ojos, para que a sus padres solo haya sido cinco minutos con el verdulero. Pero después del susto y que su padre los cargara en sus hombros, el terror ha pasado y como si no hubiera llorado jamás, ríen sin fin.

 

El amar y madurar son peñascos demasiado inclinados para los dos. Al amar, las personas se destrozan por dentro, perdiendo la paciencia, entregándose por completo entre ellos hasta morir juntos o seguir hasta la muerte del otro. Mientras que al madurar es a mí a quien destrozan, buena respuesta a mi juego del amor, aunque siempre aparece antes que yo lance mi única y mortal jugada a ellos. No creo que sepan que es sólo una prueba con demasiadas reglas, tal vez lo que sí saben es que, si rompen alguna de ellas, significa un castigo que los hará sufrir.

 

Pero yo soy más que un sentimiento o una etapa en su vida. Soy bandera que debe izarse para ahuyentar al forastero. Soy montaña para contemplar y apreciar los más bellos momentos, pues mi hermano, el tiempo, ha decidido que sean fugaces. Soy una fuerza que hará mover montañas, unir a los enemigos para enfrentar un peligro común. Soy el aliento que necesitan para vivir, la valentía con la que luchar. Soy la causa por la que ellos viven, gracias a mí sienten, perciben, viven. Sin mí, ellos no serían nada, sin mí pasarían mil años sin camino ni objetivo. No les importaría la estrella fugaz al pasar, no se apasionarían con el caer del sol, se alejarían entre ellos sin importarles siquiera su nombre. No les importaría morir a manos de un mercenario o la enfermedad, no le llorarían a la muerte. No sentirían nada.


Comentarios

  1. Me atrapaste desde el inicio, me agrada el valor que el corazón da al amor en tiempos de guerra, nada seríamos sin el corazón, que hace que podamos experimentar más que sentimientos. ¡Excelente!

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  2. Me encantó desde la primera vez que lo leí. Es un excelente texto, siempre he amado tu trabajo y me encantaría leer más de lo que dice tu hermoso corazón.
    Tienes muchísimo talento y espero que nunca olvides eso que sientes al escribir porque lo que transmites es, simplemente, inefable.

    De tu, siempre, fan número 1.

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  3. Excelente texto, me encantó desde el primer párrafo. La reacción del corazón, protector del sentimiento, en el campo de batalla; la emoción galopante en el trayecto vuelta a casa; la confusión e incertidumbre, al no encontrar al objeto de su afecto...
    Felicitaciones. Sigue adelante. Gran futuro.

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  4. Excelente texto, me encantó desde el primer párrafo. La reacción del corazón, protector del sentimiento, en el campo de batalla; la emoción galopante en el trayecto vuelta a casa; la confusión e incertidumbre, al no encontrar al objeto de su afecto...
    Felicitaciones. Sigue adelante. Gran futuro.

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