La carne de mi deseo de Felicia Hijuelos

Le daba la vuelta a la carne, no me percataba de que la lumbre de la estufa estaba a su máxima potencia, no sentía esa calentura de la lumbre, porque estaba distraída en verlo llegar e imaginarme… que me lo comía poco a poco en la cama de un hotel, o en la parte trasera de un automóvil, fantaseaba al verlo venir que yo lo poseía loca de desesperación, y que él, por su parte, estaba en la misma sintonía que yo.
La carne se preparaba para ser comida, pero me deleitaba en reflexiones internas, ¿qué carne iba a comer? …no quería que nadie en medio de esa fiesta familiar, se diera cuenta de mis distracciones, de mis deseos, de mi hambre atroz…
En la atmósfera se escuchaba al Cigala cantar adolorido “…la noche que me quieras, bajo el azul del cielo, las estrellas celosas nos mirarán pasareres mi consuelo…”  Pasó a un lado de mí al entrar a la cocina, pude oler el perfume cítrico en su cuerpo juvenil recién bañado, y yo le rocé la espalda con un saludo de bienvenida; hubiera querido decirle que el fuego estaba a todo lo que daba, que no había manera de bajar la flama, que la carne se estaba cociendo muy rápidamente, que si seguía así se quemaría…  que estaba a punto, con una mirada suya, de comérmelo a besos, de esos que se dan con la boca abierta donde la lengua juega en  un laberinto que recorre los dientes, donde parece que succiona los labios del otro y donde se entra en tal éxtasis que no se quiere separar uno ni por un segundo, y que se corola con  un orgasmo largo pero callado, metido en uno como una daga; pero me limité a decirle que viera cómo iba la cocción; miró la olla y me volví a acercar desinteresadamente, mi mano tocó su brazo, lo oprimí unos segundos, un instante suficiente para que  me viera tímidamente a los ojos, pero sin dejar de mirar… detecté ese atisbo de quien quiere decir más pero se detiene, estoy segura que en ese momento mis ojos eran dos canicas de ámbar brillantes que emanaban fuegos volcánicos en todas direcciones, inequívoca de que, si me hubiera visto más a los ojos, se podría haber percatado de que tenían las pupilas dilatadas; sin embargo, sé bien que lo único que originaba tal estado de perdición era el ardor intenso de tenerlo en la mente, no era la hornilla inflamada con el suadero que seguía bailando entre tomillo y sus jugos; éramos los dos en ese cuarto, yo atrapada entre sus brazos torneados, tatuados de frases y plegarias, como las que salían de mi boca cuando estaba recorriendo su cuerpo, sin importar la dirección ni el destino de eso que vivíamos de vez en vez, aquellos momentos en que él  me  colocaba boca abajo para perderme en siluetas circenses que no agobian al cuerpo porque son realizadas en la más estricta perdición del corazón… donde las súplicas se tornan realidad.
La comida finalmente estaba lista, con un aprobado “¡Está perfecta, señora!”, salió de la cocina, no sin antes rozar con sus dedos mi espalda hasta mi glúteo y se alejó.
A la voz de “¡Está lista la comida!”, a tropel se sentaron a la mesa; yo, más sosegada, acoté a decir que en un momento me uniría a la reunión, al voltear hacia la ventana, vi mi rostro reflejado en la cristalera de la cocina… me gusté, me veía bonita, mi semblante reflejaba esa sensación de placer que se vive después de… como cuando agradeces con un “¡Dios mío!”
Con los ojos amansados como bestia saciada de su reciente caza, yo había probado la carne más rica y dulce… aquella que sólo puede ser comida con las manos del deseo, y abrazada con la boca del corazón…

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