Caballeros de la muerte | Víctor Palacios

Escucho su lento y apenas perceptible latido –pum pum, pum pum–. Cuando me pongo las olivas del estetoscopio nada existe, solo el incesante retumbar del músculo más importante del organismo. Hace tres años lo escuché por primera vez, en mi clase de fisiología, y desde entonces no puedo dejar de explorarlo en cada paciente que llega. Cada corazón es distinto; algunos van a velocidad de locomotora, otros apenas se alcanzan a distinguir entre las costillas. Algunos, sobrevivientes de batallas, dejan salir un soplo cada que la sangre pasa del atrio al ventrículo. Pero nada como este, pequeño, joven, enfermo. Su portador ha sido víctima de un virus que ataca las fibras musculares cardíacas y las hace perder su flexibilidad. Va debilitando y apagando el órgano con cada centímetro de sangre que bombea –pum pum, pum... pum–. Mantengo la campana cerca para escucharlo mientras mi colega instila un poco más de adrenalina en las venas de Benito. Me mira con desgana, con poca esperanza. Le regreso la mirada con un pequeño movimiento de cabeza. No lo va a lograr. Su cuerpo, de por sí frágil, se encuentra ya prácticamente sin volumen, ni siquiera tiene fuerzas para llorar. Cierra sus pequeños ojos amarillos y escucho cómo se le va el aliento. No despego de su pecho el aparato y logro percibir su último esfuerzo. Quizá sea este momento, donde Su Majestad nos arrebata a quienes intentamos salvar por todo medio, el verdadero momento en que nos convertimos en médicos. Quizá nuestra profesión no se trata de la vida. Quizá somos, simplemente, caballeros de la muerte. Sería interesante poner la campana ahora contra mi pecho y descubrir, de una vez por todas, que no se escucha ningún latido.


–Victor Palacios.


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